El 6 de octubre, el lunes pasado, se cumplieron treinta años del secuestro de mis viejos. Unos días antes, pensé en un par de momentos en ir a algún lugar a dejar una flor. Y me sentía muy molesta conmigo misma porque no se me ocurría adónde. Hasta que me di cuenta de que justamente ése es el chiste de la desaparición forzada de personas. Plop.
Hoy, volviendo de un ensayo, pasé por el cementerio de la Chacarita y me tenté. Por primera vez desde la muerte de mi abuelo, en 1989, quise ir a visitarlo.
Mi abuelo no tiene tumba. No le importaban para nada los ritos fúnebres. Decía "mirá si van a estar gastando plata en algo que ni me voy a enterar", refiriéndose a cruces, flores, etc. Por eso, cumplido el plazo en tierra, sus huesos fueron a dar al osario general.
Pero está en Chacarita, eso lo sé.
Crucé esa plazoleta que todavía me parece nueva, pasé la entrada pintada de ese color salmón tan subido, tomé un camino al final del cual se divisaba el verde y atravesé las primeras bóvedas. Me senté en el pasto y me puse a observar los árboles, los pájaros, el cielo oscureciéndose cada vez más. Pensé en mis muertos: mi abuelo que descansa ahí, mi abuela que fue cremada ahí, mi amiga Mónica que también, mis viejos que no están en ningún lado.
Pensé largo en el teatro y en el amor, escuché unas canciones de Aristimuño que tenía en el mp3, vi pasar un cortejo de gente en auto que no parecía sentir ninguna pena. Y en un momento me avivé de que si era media tarde y estaba tan oscuro era porque se venía tormenta, así que me fui.