miércoles, 19 de septiembre de 2007

Agua que no has de beber

Mi abuelo creía en Dios y de tanto en tanto se abonaba a algún santo o culto que estuviera de moda. Así pasaron Garrincha, San Cayetano, La Rosa Mística, Ceferino Namuncurá, los pastores evangélicos, etcétera, etcétera. Pero un caso de devoción sostenida fue el de la Difunta Correa.

En el baño de servicio, que quedaba pegado a la habitación en la que yo no dormía pero tenía todos mis juguetes (tema no para otro post, sino para otro blog), en el botiquín, había un vaso con agua y detrás, la estampita de la Difunta Correa. Mi abuelo me había explicado que se le ofrendaba agua porque ella había muerto de sed en el desierto.

Ahora, lo escalofriante: obviamente, el agua bajaba.

¡Milagro!

A mí la Difunta Correa y su vasito con agua me producían tanto terror que no usaba ese baño: si tenía que hacer pis, lo hacía en el patio de al lado, en la rejilla (en general no llegaba al baño principal; en fin, lo dicho, tema para otro blog sobre mis problemitas).

El colmo del espanto fue una vez que decidí simular que me faltaban dientes, mediante el sencillo truco de manchármelos con chocolate Águila. Quise convencerme de que la Difunta Correa era copada, que si mi abuelo le daba agua estaba todo bien con nosotros, y me miré en el espejo del botiquín del bañito chico, como lo llamábamos. Pero cuando me vi a mí misma con mi sonrisa de bruja desdentada y de reojo la estampita y el vaso, me pareció que aquello era una profanación de su santuario y que la Difunta Correa no me lo iba a perdonar jamás.

Creo que nunca más entré al bañito chico. Por suerte, cuando yo tenía diez años nos mudamos.

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