sábado, 29 de noviembre de 2008

Herencia

Cuando yo lo conocí, mi abuelo no tenía más rasgos de violencia que decirme "marmota" o correrme con la chancleta a velocidad caracol.

Pero cuenta la historia familiar que siempre lo fajó a mi viejo. A mi abuela le encantaba darme detalles del día en que el pequeño Josecito, que apenas caminaba, hizo no sé qué macana con una pava; ella estaba refugiada con el bebé en la casa de un vecino sin animarse a volver y evaluando hacer abandono del hogar conyugal para salvar la vida de su hijo. O esa vez que en el restorán se enojó con un mozo y le revoleó un sifón de soda, con mala puntería, por suerte.

Yo dudo de todas esas anécdotas de mi abuela. Seguramente hubo alguna historia con una pava en la casa de Caseros y otra con un sifón en el restorán, pero no sé si fueron para tanto. Claro que si mi abuelo pegaba, no importa si era mucho o poco. Pero el afán de mi abuela por relatarme todas esas cosas cuando yo era chica, me da mucho más que pensar que los hechos de violencia que relataba. Creo que le hubiera encantado poder contarme que el abuelo le pegaba a ella también, pero no, él jamás le puso un dedo encima.

Una anécdota sí se la creo y me conmueve. Un día, cuando mis abuelos todavía noviaban, él llegó al encuentro (¿a dónde saldrían esos dos?) con una venda en el dedo y mucha cara de compungido. Le explicó a mi abuela que se había cortado con un cuchillo, pero como pasaba el rato y seguía distraído y mal, mi abuela insistió y le contó la verdad. Se había discutido con su mamá y ella le había mordido el dedo. Mi abuelo tenía más de cuarenta años.

Mi bisabuela era una gallega muy violenta, física y verbalmente. Para cuando mi abuela los conoció, ya Raúl, el otro hijo, había muerto; el padre nunca pintó, tíos no había, así que madre e hijo estaban solos. Como si fuera una señora muy fina, la vieja le reprochaba al hijo que estuviera de novio con una "cabecita negra". Así, en la cara. En todo se metía y todo lo que él hacía estaba mal. Se peleaban, la vieja desaparecía por unos cuantos días, mi abuelo lloraba por los rincones, se amigaban, todo volvía a empezar. "Es mi vieja", decía mi abuelo.

Mi abuela, además de regodearse en las anécdotas que la mostraban aterrorizada por la violencia de mi abuelo, me explicó una vez que él había sido criado así, que no conocía otra manera de tratar a un niño. Fue cuando yo, imitándola, le dije que tenía miedo de que el abuelo me matara (porque me había tirado del pelo). Ahí sí, cuando yo me victimicé como ella, lo defendió.

Circula entre mi familia paterna la versión que vincula la violencia de mi abuelo sobre mi papá con su opción (la de mi papá) por la lucha armada. A mí eso me parece ignorante y mala leche. Sí es verdad que a los dieciocho, después de la enésima pelea, mi viejo se fue de casa y ya no volvió. En esa discusión, mi abuelo le levantó la mano y mi viejo se la frenó; "ya soy un hombre, te puedo responder y no quiero", le dijo, más o menos. Es cierto que pasó a vivir con compañeros de militancia, después en la clandestinidad, después rajando, hasta que la cacería terminó y lo agarraron. Pero también es cierto que mis viejos habían decidido que si algo les pasaba, querían que yo quedaba con mis abuelos paternos. Mi abuelo no les cuestionaba la militancia y adoraba a mi mamá; cuando mis viejos comenzaron a convivir, fue en la casa de mis abuelos.  Supongo que padre e hijo habían arreglado cuentas hacía rato. 

Mi abuelo, como mi papá seguramente se imaginaba, nunca me hizo daño. Creo que ésa fue su victoria mayor. Una victoria sobre sí mismo, sobre esa herencia de violencia que había recibido y que no había podido cortar con su hijo.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Para variar

Mi abuelo era una de esas personas que toman granadina con soda. No siempre, pero de vez en cuando una botellita de Cusenier aparecía.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

De las posibilidades de progreso de la clase media de antaño

A mi abuelo le importaba mucho mucho que yo estudiara. Y que hablase inglés

martes, 25 de noviembre de 2008

Canto loas / Confesiones

Leyendo blogs uno puede: 

- enamorarse,
- hacer amigos,
- presentar amigos.

Alabado sea Blogger. 

(No linkeo porque me da vergüenza, pero ustedes saben quiénes son). 

viernes, 21 de noviembre de 2008

Día del Lector Anónimo


Feliz día a todos aquellos lectores que pasan por este blog sin dejar huellas visibles.


Hoy, si quieren, tienen la oportunidad de salir del anonimato y comentar. Si no lo hacen, los voy a seguir queriendo igual, claro que con un cariño indiferenciado y abstracto. Piénsenlo. 

El Día del Lector Anónimo es una iniciativa del Capitán Intriga, Lake y jose

jueves, 20 de noviembre de 2008

Restos del "Carioca" (Parte II)

En "El Carioca", mis abuelos se ubicaron cada uno de un lado diferente del mostrador. Mi abuelo, al frente. No sé bien qué hacía, porque había mozos y había un adicionista. Hay una foto donde está con delantal claro (es en blanco y negro) y un repasador en el brazo, pero no me lo imagino atendiendo las mesas. No sé. A mi abuela le tocó el lado de atrás. Aprendió a cocinar (nunca había sido ama de casa, siempre comerciante) y era la ayudante de Ana María, la cocinera. 


Mi abuela había salido indemne del primer intento de mi abuelo por introducirla al arte culinario. El ejemplar del libro de Doña Petrona que le regala el primer año de casados, llegó hasta mí ajado de tanta mudanza, pero sin ninguna señal de haber sido leído. Ni una nota al margen, ni una esquinita doblada, nada. 

Pero en la cocina del "Carioca" por fin se curtió. 

Durante mi infancia, mi abuela nos cocinaba: matambre, vittel thoné, bocadillos de acelga, bombas de papa con jamón y queso, torrejas de arroz, tortilla de papa, pollo al oreganato a la crema, milanesas a la napolitana, bifes a la criolla, escalopes, mondongo, arroz a la cubana, vacío al horno con papas, filet de merluza a la Romana con rebozado de su propia factura, canelones a la Rossini con masa de panqueques, panqueques con dulce de leche, budín de pan y seguro que en estos días, con lo mal que estoy comiendo, me sigo acordando de más cosas. Pulpo a la gallega no hacía porque a ella no le gustaba y le daba impresión manipularlo (esa manía me la transmitió y después me pregunto qué tengo de ella). 

Parafraseando a Murphy, todo lo que podía salir aceitoso, salía aceitoso. Su cocina era muy de fonda, muy gallega. Y no tenía picardía para condimentar. Pero su vittel thoné era el mejor que comí en mi vida y sus canelones, su matambre y el pollo al oreganato rankean también alto en mis preferencias. 

Como conté en otro blog, hace unos meses me sorprendí haciendo sus mismas empanadas. Tengo la esperanza de que el milagro se repita con todos los otros platos que tampoco me enseñó a preparar. 

Ah, cierto que esto es deciamiabuelo. Entonces, agrego que desde que se internó mi abuelo, el menú básico se redujo a las milanesas, el bife, el pollo con diversas guarniciones, y esas fantasías como el guiso de mondongo se espaciaron cada vez más hasta quedar confinadas a las celebraciones o directamente desaparecer. ¿No estaré descubriendo justo ahora, después de más de ciento cincuenta posts, que mi abuela tenía gestos amorosos hacia mi abuelo? ¡Se me cae el blog! ¡Y el análisis!

Mejor me invento que lo hacía para mandarse la parte de esposa sufrida. Puf, menos mal que encontré otra explicación.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Restos del "Carioca" (Parte I)

Mis abuelos habían tenido restorán en los años '70. Lo habían llamado "El Carioca": la marca de café del mismo nombre les había dado algo importante a cambio, no recuerdo qué, pero tiene que haber sido la máquina de café o mucho café, muchas opciones más no hay. "El Carioca" quedaba en Austria y Berutti. Mis abuelos vivían a pocos metros de allí, en lo que fue el pico de su ascenso en la escala social. 


Después de vender el restorán, conservaron muchas cosas. La típica ensaladera individual de acero inoxidable; la bandeja oval del mismo material en la que todavía, en lugares como el Cervantes o San Cayetano, te sirven los canelones; un servilletero con resorte para esas servilletas de papel cuadradas, plegadas, que no absorben nada; ceniceros, también de metal (¡todo era de metal!) con marcas de cerveza; la cucharita para hacer papas "nosé", como decía mi abuela queriendo decir noisette. 

Algunas cosas se pusieron viejas y feas y mi abuela las tiró, cuando todavía gozaba del sentido del asco. Pero otras tantas cosas quedaron en su casa y vinieron a parar a la mía cuando ella murió. 

De a poco, en distintos ataques, el último muy reciente, fui tirando algunos utensilios al comprobar que no los usaba para nada (nunca necesito poner dos canelones al horno). Me encanta cuando voy a un restorán y me traen una ensalada mixta con cebolla en esas ensaladeras, pero no me dan ganas de seguir manteniendo el panteón del "Carioca" en mi casa. 

Me quedo con una de esas bandejas de acero inoxidable pero tamaño familiar (le doy seis meses para demostrarme su utilidad) y la carta del restorán "El Carioca", de Argentina Rojo. El resto, a la basura y a la memoria. 

viernes, 14 de noviembre de 2008

Café

Mi abuelo decía que en un bar o un restorán, la máquina de café es la gallina de los huevos de oro. 


jueves, 13 de noviembre de 2008

Acupuntura

Mi abuelo tenía la columna desviada y eso le traía muchos dolores de espalda y cuello. 


En una de sus tantas búsquedas místico-medicinales (que incluyeron los pastores evangélicos y Garrincha), mi abuelo dio con la acupuntura. 

El acupunturista al que íbamos, siempre los tres juntos porque no había con quién dejarme, tenía su consultorio en la loma del orto. Me acuerdo que tomábamos algo hasta el Club Comunicaciones y ahí el 111, o algo así. Y que siempre era de noche. 

El acupunturista era occidental. 

Mi abuelo se encerraba con él en un consultorio y durante un rato no podía verlo. Lo esperaba en la sala de espera mirando mis cartas de los Súper Héroes o me inventaba aventuras en otros consultorios en penumbras. No se oía nada, sólo algún susurro, pies pisando con delicadeza y finalmente una puerta que se abría. Ahí estaba mi abuelo, dormido sobre una camilla, en calzoncillos, lleno de agujas. Cuando despertaba me explicaba que no le dolía, que no sentía nada. Para mí era magia. 

El acupunturista me enseñó a hacerle un tipo de masaje que consistía en pasarlo los pulgares a los lados de la columna, desde la cintura hasta la nuca. Todas las noches le hacía ese masaje. Creo que mi abuela no quería tocarlo ni con un puntero láser*. 

Como con todo, un día decretó que la acupuntura no le hacía nada y no fuimos más. 

Asterisco: Sí, mi abuela veía el futuro y predijo la invención del puntero láser, ¿y qué?

lunes, 10 de noviembre de 2008

Pan

"Ya estás sacando pan del horno", me retaba mi abuelo cuando me veía escarbándome la nariz.

lunes, 3 de noviembre de 2008

De la confianza en las inmobiliarias

Cuando yo tenía diez años, mi abuela gestionó un crédito hipotecario para que nos pudiéramos comprar una casa. 


Salíamos a buscar departamento y a mi abuelo no le gustaba ninguno. Hasta que apareció uno, de tres ambientes (por fin yo iba a tener mi pieza propia), en un edificio del Hogar Obrero sobre Álvarez Jonte. Hubo un factor decisivo para que mi abuelo diera el ok: conocía a la gente de la inmobiliaria. No recuerdo de dónde, pero a pesar de que hacía muchos años que no los veía, le inspiraban confianza. Ahora que lo pienso, seguro que eran correligionarios. 

El dueño del departamento estaba de viaje en el sur y no venía, no venía, no venía. Se nos vencía el plazo del crédito, pedimos prórroga, el propietario seguía sin volver. Así que hubo que ir a la inmobiliaria y retirar la oferta. 

Se disparó el dólar y terminamos comprando un dos ambientes que empeoró notablemente nuestra calidad de vida. 

Obvio que para mi abuela la culpa fue de mi abuelo que se confió en esos conocidos de la inmobiliaria.  

Ah, de yapa, la última vez que fuimos a la inmobiliaria perdimos un paraguas que yo me había ganado en un sorteo de fin de año en una farmacia. De ese paraguas me acuerdo bien porque fue lo único que gané en mi vida.