Mi abuelo me sentaba en sus rodillas, me ponía la mano sobre la cabeza, me daba la mano para cruzar la calle, compartíamos la cama a la hora de la siesta si yo estaba enferma. Cuando yo era muy chica y él apenas viejo, y no viejísimo, me hacía caballito.
Sus manos eran muy grandes. No para mí, grandes de verdad. La piel arrugada y dura. Las uñas siempre prolijas. Limpias.
Yo le hacía masajes en los hombros y en la espalda, le quitaba la gomina pasándole el peine por sus pocos pelos, le hacía el nudo de la corbata. Mis manos también eran, son, grandes.
Nuestro idioma de los cuerpos era mucho más armónico que el de las palabras.
sábado, 29 de diciembre de 2007
Lo que no decíamos con mi abuelo
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